EL BUEN COCINERO
Cortar en juliana una cebolla dulce, desescamar, filetear
y porcionar una dorada que dio su último coletazo entrando en la cocina,
desplumar y deshuesar una codorniz. Emulsionar un huevo en aceite para
conseguir la magia de la creación de una mahonesa. Convertir unos huesos de
vacuno, unas cuantas hortalizas y un discreto vino tinto en un caldo, jugo,
demiglace o glace. Y también, desleir un chocolate en un baño maría, conseguir
una crema pastelera sin que se pase de cocción.
Conocer la temporalidad de los alimentos, sus
propiedades, las técnicas de cocción para que no pierdan los nutrientes y sobre
todo que al emplatarlos se vean bien y sepan mejor. Por supuesto, los puntos de
cocción; vuelta y vuelta, poco hecho, medio y muy hecho en el caso de las
carnes de vacuno; los 52 grados de la mejor cocción para un pescado blanco,
algunos más para el pescado azul.
El rigor del cocinero; ese que se basa en el respeto
hacia todo y hacia todos, comenzando por uno mismo…. “yo quiero ser cocinero, no quiero ser chef”.
¿QUIERES QUE COCINE PARA TI? |
Mi zona de trabajo desgrasada, ósea limpia como el alma
de un recién nacido. Las cámaras en las que guardo mis preparaciones tan
relucientes que casi dañan la vista. Todos mis alimentos envasados, etiquetados
y separados por familias para evitar algo que me lo sé de memoria porque llevo
tiempo estudiándolo: la temida “contaminación cruzada”, igual de peligrosa que
la visita de un roedor o cualquier insecto. La que nunca tiene que aparecer en
mi zona de trabajo para evitar que esos minúsculos e imperceptibles “bichitos”
sin alma ni corazón, sin pulmones ni raciocinio que se llaman bacterias, lleguen
como si fueran centuriones: “o nos matas o te hacemos morir”…”yo quiero ser cocinero, no quiero ser
chef”.
Ay el rigor!!! El mejor aliado y peor enemigo de un
cocinero. El que todos los días te da una nueva oportunidad o te hunde para
siempre. Por el que se rigen los principios básicos de un buen cocinero. Son
tres: respeto, respeto y respeto. Al producto, a los compañeros y a los
clientes. Y de propina, sumisión; a tus superiores; aunque esta última, la
sumisión, es extensible a cualquier trabajo que lleve a cabo el ser humano. Y
es que el trabajo “dignifica”…”yo quiero
ser cocinero, no quiero ser chef”.
El respeto al producto para manipularlo y enaltecerlo en
un plato. Su conservación, su aprovechamiento, su estacionalidad. Pensando que
lo emplatado es para que lo deguste la persona que más queramos en nuestra
vida. El buen cocinero no emplata nada que él mismo no quiera comer.
El respeto a tus propios compañeros, en términos tan
simples como la puntualidad, amabilidad y la disponibilidad de ayudar en
cualquier momento; ya se sabe: “hoy por ti y mañana por mí”.
El respeto al cliente, sin él, todo se viene abajo; el
negocio de los patrones, tu salario, no poder afrontar tus gastos familiares,
el paro, los problemas, los fantasmas de los alcoholes y drogas tan presentes
en nuestro gremio, las peleas con el marido y la mujer; el desastre personal,
social, económico, el caos total.
“yo quiero ser cocinero, no quiero ser chef”…
Pavel Petrovsky, que será de él. Si Dios lo mantiene por
este mundo, rondará sus 80 primaveras. De origen polaco, llegó al Reino Unido a
la edad de 16 años, buscando un futuro mejor. Sin saber una sola palabra del
idioma. 100 dólares en un bolsillo y un diccionario polaco/inglés en el otro.
Era fuerte como un toro, feo como el diablo y dispuesto como un batallón de
soldados.
Tocó la puerta trasera de un famoso “restorán” en busca
de trabajo. Ni él ni nadie hubiera apostado un solo peso a que esa puerta la
cerró él, muchísimos años después.
Comenzó de freganchín. Turnos de 16 horas, día tras día,
semana tras semana. Rechazaba sus días libres, el contaba que era para ahorrar,
la verdadera razón es que su puesto de trabajo se había convertido en su
fortín, en sus dominios; era suyo y nadie se lo iba a arrebatar. Le dieron una
oportunidad y el la aprovecho.
Fregaba los platos de los clientes pero también las
ollas, sartenes, espumaderas. Los suelos, paredes y superficies. Y aguantaba
diariamente las mofas y chistes despectivos de los cocineros, todos ingleses;
que para eso, para lo de los chistes despectivos, los ingleses son una raza con
una habilidad sobresaliente. También se ocupaba de los cafés y tés.
Clive Dixon con las manos en la masa |
Esa palmadita diaria para Pavel era una motivación
especial. Se dio cuenta que el Chef confiaba en él y ahí comenzó su historia.
Rápidamente se dio cuenta que el funcionamiento de una
cocina es un engranaje en el que todo debe estar dispuesto en tiempo y forma
(de esto hablaremos otro día).
El caso es que él vio que la estación de entrantes y
ensaladas no funcionaba del todo bien. El responsable de esta estación se
limitaba a “cubrir el expediente” lo que derivaba en constantes enfados y
disgustos por parte del chef. Pavel decidió actuar. En cualquier minuto que
tenía libre (sin descuidar, por supuesto, su trabajo), ayudaba a pelar patatas,
limpiar lechugas, amasar la masa para el pan casero de soda que acompañaba al
salmón marinado que por supuesto ayudaba a preparar y cuya receta conocía a la
perfección. Un tiempo más tarde, la situación con el cocinero de esta estación
era tan insostenible que el chef le puso “de patitas en la calle”. Eso fue un
jueves a las 11 de la noche, día previo a la celebración del día de San
Valentín. El chef reunió al resto de cocineros, les expuso la situación y les
citó al día siguiente dos horas antes de la entrada habitual de los cocineros
para preparar la estación “sin cocinero”. Al día siguiente, a la llegada de los
cocineros encontraron la estación completamente preparada. Todas las
elaboraciones dispuestas, debidamente envasadas y listas para ser emplatadas.
El día de San Valentín fue un éxito. Al finalizar la
jornada, Clive, el chef, se dirigió a Pavel y le dijo: -“he perdido a un gran
freganchín pero he ganado a un mejor cocinero de entrantes y ensaladas”.
A todo esto el nivel de inglés de Pavel había mejorado
sustancialmente y no solamente entendía perfectamente el argot culinario sino
que además respondía con mucha habilidad a los chistes despectivos de sus
compañeros que poco a poco se tradujeron en conversaciones más dignas.
Pero es que además de esto, comenzó a ayudar a limpiar
las carnes, los pescados, coqueteaba con los cocineros pasteleros y, sobre
todo, su sonrisa permanente, su puntualidad y su excelente educación le
situaron en el primer lugar para sustituir a Mark Wilson, segundo de cocina,
que dejó la empresa para emprender un proyecto personal.
Clive Dixon, pasó a ser el Chef Ejecutivo del grupo,
Pavel se convirtió en el chef de este restorán.
Dos semanas más tarde, llegué yo como segundo de cocina a
las órdenes de Pavel. Fueron tiempos maravillosos. Nunca he formado parte de un
equipo de cocineros tan unido, engranado y amistoso en mis 28 años de
profesión. Pavel llegaba a la cocina el primero; cuando llegábamos los demás,
él ya tenía preparados nuestros cafés y tés, se ocupaba de todos nosotros,
pelaba patatas, limpiaba carnes y pescados, ayudaba a los freganchines y nos
dirigía con una habilidad y un sentido común increíble (mi abuelo Asís siempre
decía que el sentido común es el menos común de los sentidos).
Ese hombre, donde quiera que esté, me enseñó algo que
nunca olvidaré:
….. y es que para ser chef, nunca hay que dejar de ser cocinero…
Borja Letamendía
Alonso
Como habéis podido leer, esta publicación, no es una publicación al uso de GastroGenuino, como tampoco lo es Borja Letamendía ... que además de un excelente cocinero, es un gran chef, un magnífico amigo y un fantástico HERMANO.
El, desde su dilatada experiencia en los fogones alrededor del mundo, nos irá enriqueciendo periódicamente con artículos tan sabrosos y originales como el de hoy. Espero que os haya gustado.
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